Cuentos efímeros -y no tanto- para días en que no pasa nada

jueves, 13 de mayo de 2010

Soprano

Agitada, presta a descansar por un momento, Victoria encendió el televisor para mirar cualquier programa. En los comerciales, anunciaban las fechas para el casting de un musical que llegaba a la ciudad. Miraba atenta y entusiasmada la convocatoria, pero repentinamente la llamaron. Triste, acudió a las voces y no pudo enterarse cuándo y dónde serían las audiciones.

— ¡Tercera llamada! —Anunciaron en La Scala.

El teatro estaba repleto. Estallaba en júbilo. Fascinados, los espectadores aguardaban la Obertura mientras Victoria salía del camerino y aparecía en escena, dispuesta una vez más a dar el concierto de su vida.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Inédita continuación de “El dinosaurio”

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

— ¡Tráeme el desayuno!  ¡No te quedes allí parado! —Le exigió malhumorado el hombre.

martes, 11 de mayo de 2010

Metamorfosis

A Chips

En un partido de futbol, el delantero Omar Morales conectó de tres dedos un balón. El potente cañonazo describía una curva impresionante mientras se dirigía al ángulo superior derecho de la portería. El guardameta ejecutó un lance extraordinario para detener el tiro. Voló por los aires y se convirtió en pájaro.

lunes, 10 de mayo de 2010

En el aparador

Todos los días, Ricardo Caballero —soltero, bien parecido, alto, veinticinco años— pasaba por una elegante tienda de ropa. Tímido, siempre se detenía a contemplar a través del vidrio a una hermosa señorita. Le encantaba la ropa exclusiva y de moda que diariamente vestía. Un día, decidido a conocerla, se paró frente a los aparadores y le dijo valiente pero con voz cortada: <<Señorita, la conozco bien, me he enamorado perdidamente de usted. Me encantaría saber su nombre>>. Aguardaba paciente la respuesta de la bella dama, pero al final se fue intrigado. Alguien le dijo que los maniquíes no hablan.

sábado, 8 de mayo de 2010

La Rutina

Como era costumbre, Constanza llegaba a casa pasadas las dos de la tarde. Como también era costumbre, después de recuperar el aliento por el extenuante viaje, encontraba servida la comida que su madre –quién diario quería dar una sorpresa al paladar de su hija– había preparado. Era costumbre incluso, el enfado de su parte por nunca ver el guiso que le ordenaba a su madre justo antes de partir al trabajo. Así que por costumbre, incesante le asestaba regaños. Luego de tan acostumbrado episodio, sosiega e inapetente, comía. Dejaba –satisfecha e indiferente– el comedor e iba a su cuarto a pasar el resto del día. A la mañana siguiente, como era costumbre, Constanza se alistaba para el trabajo, pedía la comida a su madre y salía. Volvía a regresar después de las dos de la tarde y la historia, como era costumbre, se repetía.

Una tarde (no como cualquier otra) Constanza regresó y no encontró a su madre. Supuso que su tardanza debía ser por la comida enrevesada y de tantos ingredientes que le había encargado, aun sabiendo que no la complacería, creyó que por fin iba a tener el gusto de comer algo que ansiaba. Sin embargo, la madre no estaba esperándola con la mesa puesta y decidida –por costumbre– a soportar una vez más los alaridos de su inconformidad. Su preocupación aumentaba en media que avanzaban los minutos y empezaba a flaquear. El agobio por no saber nada de su madre se apoderaba de su cuerpo; el nerviosismo la impacientaba cada vez más y sus pensamientos la hacían caminar de un lado a otro de manera inquietante. Constanza estaba tan acostumbrada a la rutina de siempre, que le angustiaba no contemplar los eventos habituales dentro de la casa. Se acongojó demasiado porque la creyó perdida, y con un sentimiento de vacío salió a buscarla.

La madre de Constanza regresó a la casa, inmediatamente –como era costumbre– preparó gustosa la comida, con la esperanza de siempre por encantar el paladar de su hija. Cuando terminó, ilusionada, esperó a Constanza que llegará del trabajo. Era evidente que no tenía percepción del tiempo. Su reloj se había ido atrasando diez minutos por cada hora desde la noche anterior. Extrañada, levantó la muñeca izquierda para darse cuenta de la hora que era. Pudo ver que el cristal del reloj estaba estrellado –debía ser por haberlo tirado accidentalmente momentos antes de irse a la cama– y también notó que ya pasaban de las 5 pm (dos horas más tarde en realidad). Paciente, siguió esperando hasta que escuchó la puerta. Entró Constanza a la casa, famélica y muy agotada por la exhausta búsqueda de su madre. De manera mecánica e inconsciente, se sentó a la mesa, comió insaciable –como nunca– sin decir ni una sola palabra. Satisfecha, derrotada, sin ganas de más, se retiró del comedor y fue a su cuarto a pasar el resto del día.

Su madre, complacida por la ausencia de las peripecias ordinarias, se dirigió al cuarto de Constanza. Abrió la puerta suavemente y la vio sentada en la esquina de su cama, con un tono dulce y sumiso le exigió: <<No vuelvas a llegar tarde>>.